El investigador y neuroendocrinólogo
Dr. Robert Lustig, que acaba de publicar
Metabolical, aunque es más conocido por
The Hacking of the American Mind, centra su investigación en la inherente naturaleza adictiva de la dopamina, que nos proporciona la ilusión del placer, pero que nos aleja de lo que más anhelamos, el bienestar.
El placer y la felicidad (que él prefiere llamar, bienestar), son cosas distintas, tanto etimológicamente hablando como en su funcionamiento biológico. Neurotransmisores diferentes que provocan emociones, reacciones y sensaciones opuestas, pero que nos afanamos en equiparar, y que la economía de consumo se emperra a que confundamos.
Pero no tienen nada que ver.
El placer es dopamina, la felicidad es serotonina.
El placer es egoísta, se experimenta en soledad; la felicidad solo es compartida o no es.
El placer es efímero; la felicidad, en cambio, se proyecta hacia el futuro sin límites.
El placer es sensorial y visceral; la felicidad es difusa, etérea.
¿Entonces, si son tan distintas, que nos lleva a confundir algo que es tan obviamente dispar?
Porque el placer es más fácil de obtener, y es inmediato. Y eso nos encanta. Pero la contrapartida de esa facilidad e inmediatez tiene un precio, y muy alto: La adicción.
La persecución del placer es altamente adictiva, y como toda adicción, cada vez necesitas más estímulo para obtener la misma cantidad de placer. Fórmula magistral para una sociedad capitalista basada en el consumo: cada vez necesitar más para sentir lo mismo.
En cambio, cuanta más felicidad consigues, más fácil es obtener más. Que paradoja.
Pero lo más relevante es que una anula la otra. ¿Qué impide actuar a la serotonina? Precisamente la dopamina.
No se pierdan
el extracto de la entrevista en UCTV, te lo explica maravillosamente.